Hace dos años, hice varios tramos del camino inca por la región de Huari (Callejón de Conchucos, Perú). Volví, prometiéndome continuar por el lugar donde dejé mi último tramo (16-04-22 Sharco-Cayas). Entonces, cuando llegué a Sharco, recuerdo que ví, desde el puente donde me dejó la movilidad, unas pocas casitas de adobe, la mayoría alineadas en una cuesta por donde pasaba el camino inca que pareciera invitar a andarlo y marcaba la dirección de territorios que habría que andarlo. Aquel día, mi dirección era la contraria; había que bajar en dirección a Cayas y de ahí volver a Huari, pero siempre se me quedó el desafío de probar el tramo de subida.
Ahora, dos años después, la vida me da la oportunidad de hacer el tramo que quedó pendiente, pero por razones de horarios de movilidad no hubo otro modo que hacerlo al revés puesto que mi alojamiento estaba ubicado en San Luis para así hacer tanto ese tramo como los que estaban en dirección a Piscobamba. La combi salía a la temprana hora de las 5 de la madrugada, lo que me suponía levantarme sobre las 4, pero eso es lo que elegí, madrugones, ayunos, tomar información local hablando con mucha gente, puquios, soledad en los senderos, lluvia, humedales que cruzar y en medio yo intentando hacer un reportaje de fotos con baterías suficientes y un celular para indicarme el camino. “Debes tener muchos huevos” me dijo Ariel cuando le pedí ayuda para hacer estos tramos, pero yo pensé que “palos con gusto no son palos” y yo no sé qué mejor se puede hacer en la vida tal y como la entiendo.
Una hora más tarde, la movilidad me dejaba en medio de la silenciosa puna, en una pronunciada curva de la que ya habíamos hablado varias veces que estaba un poco más allá de preciosa laguna Huachucocha. Desde allí partía un camino de 6km de puro ascenso desde los 3300 a los 4300msm. El único modo de llegar al soñado camino inca. El lugar, de cuyo nombre no puedo acordarme, tiene una belleza difícil de precisar. Toda la región luce un verde puna por una concentración arbustiva que cubren montañas y valles húmedos y encharcados de necesidad. Un silencio hueco acentuado por la ausencia de gente salvo unas cuantas vacas que ignoran el espacio que le rodea salvo la zona por donde está la hierba la cual es abundante.
En lo más alto y una hora más tarde me encontré una apacheta algo destrozada que me indicaba que había llegado al sitio donde se inicia la bajada, por el camino inca, a Sharco. La apacheta es un montículo de piedras colocadas en forma cónica de cierta intención sagrada e imagino que para indicar al andante que no está tan perdido. No me sorprendió encontrarme un camino ancho y bien cuidado en algunos tramos pues sabía que estaba haciendo un tramo de buena calidad. Discurría por unos espacios de puna excelentes donde el alfombrado verde era decorado por lagunas, montañas, continuos arroyos y las inevitables concentraciones de charcos para probar la habilidad del caminante buscando los montículos más sólidos.
Los primeros indicios del comienzo del territorio rural se hace poco a poco más presentes, un muro de piedra, una compuerta, una valla de troncos, unos burritos, unas baquitas, de pronto, el primer ser humano ordeñando una vaca. A lo lejos un idílico sencillo puente para pasar un arroyo y, al otro lado, rústicos corrales para ganado. Pregunto por Shalco. Dos campesinas, que parecen hermanas, me indican el camino sin dejar de atender su ganado. El lugar resulta sugerente por la cantidad de corrales entrelazados que generan cierto sentido laberíntico. Más adelante una casita de la que usan los pastores en medio de una verde ladera da un toque más idílico aún. Antes de llegar al final de la ruta, aparece de súbito un pueblito bien rústico llamado Ocshapampa el cuál no estaba previsto. La cercanía a Shalco y a la hora de comer, hace aparecer también a los escolares que viven en los caseríos, lo que hace que se sucedan fotos de gente bonita hasta llegar al pueblo donde comienza a caer una lluvia intensa que impide más fotos. Decido comer algo sencillo y compro queso recién hecho y unas papitas negras y pequeñas ya sancochadas.
Mientras combino papas y queso en el mismo lugar donde compré, recuerdo que hace dos años percibí con cierta lejanía y precaución el poder atravesar el callejón de casitas de adobe que ahora lo había recorrido en sentido inverso y que en una de esas casitas, con familiaridad con los que me rodeaban, charlaba tranquilo y afable casi como si fuera del lugar. Ese contraste me produjo una sensación de bienestar y gozo indescriptible, tanto o más que haber realizado la travesía de unos de los mejores tramos del callejón de Conchucos.